Por Carlos Mario Moreno
Junto a la Reforma Protestante y la apostasía de la Iglesia Católica Romana surge la necesidad en los creyentes, liderados por los reformadores, de retomar los principios que caracterizaron al pueblo de Dios en la adoración. Las normas y patrones que marcaron la historia de la Iglesia, desde la creación hasta la época apostólica, en el culto de adoración a Dios habían sido deformadas y olvidadas por parte de la Iglesia Medieval. Los reformadores no solo se entregaron a la tarea de investigar esas normas o principios de adoración sino que se preocuparon para que todas las iglesias en todas partes pudieran conocer y ser gobernadas o reguladas por estos principios y doctrinas. Entonces, a medida que se fueron creando las confesiones, los catecismos y los sínodos estos fueron planteando principios bíblicos para que el pueblo sirviera a Dios como Él quería que lo hicieran.
Creo que los líderes de la Reforma tuvieron la capacidad de interpretar el deseo del corazón del pueblo regenerado que se encontraba cansado del oscurantismo y sincretismo en la adoración. Ahora que el pueblo tenía a su alcance a Las Escrituras, podían adorar a Dios y escuchar su Palabra en su idioma, lo cual indicaba la época de cambio y reforma que se vivía. Pero, el principio que regía la adoración en el culto no nació en los corazones de los reformadores, ni en la Iglesia, no fue instituido por los catecismos o confesiones, no se deriva de los credos ni concilios, no se acordó en los sínodos ni fue escrito por hombres religiosos en cánones. Por lo contrario, es un principio bíblico que ha sido revelado en Las Escrituras inspiradas por Dios, que revelan la voluntad de Dios y su carácter, e instruye a los creyentes en la vida y el vivir para Dios.

Este principio regulador del culto se basa solo en lo que Dios ha ordenado y únicamente en eso. Lo anterior quiere decir que solo Dios es quien puede ordenar o indicar cómo se le debe adorar, dejando por fuera, y sin cabida alguna en el culto a Dios, la imaginación o invenciones de los hombres; Dios es el único merecedor de gloria y honra, es quien dice cómo, dónde y cuándo hay que adorarle. De tal manera que, el verdadero culto ha sido ordenado solamente por Dios, no deriva de otra fuente, no nace del corazón del hombre, no es como la Iglesia quisiera; todo lo que Dios no ha ordenado para su adoración o culto es falso y es pecado, está prohibido adorar a Dios de una manera diferente a como Él lo ha establecido. (Hebreos 8:5; Hechos 7:7; Salmos 19: 7- 10; Éxodo 20: 29; Juan 4:23; Deuteronomio 4: 15 – 16; Colosenses 2:18; Isaías 40:18 -25; Romanos 1:23; Hechos 17:20; 1 de Samuel 15: 23; Deuteronomio 12:30; Mateo 15:9; Éxodo 34:17; Levíticos 19:4; Apocalipsis 22:18 –19; Deuteronomio 4:2; 1 de Crónicas 28: 11-19; Jeremías 7:31; Jeremías 19:5)
En todos los pasajes de la Biblia que hablan de la adoración a Dios hay un gran principio revelado que abarca toda la historia bíblica: solo Dios ha ordenado cómo se le debe adorar y lo que Él no ordenó se prohíbe. Y aunque este principio es confesional no se deriva o nace de los concilios, sínodos o confesiones sino que se basa solo en la Biblia que es la Palabra de Dios.
Dios creó al hombre para su gloria y le ordenó la manera en que se debía acerca a Él y como debía rendirle culto. Después de la caída de Adán, a Dios le agradó solo la ofrenda de Abel porque Caín había traído lo que Dios no había pedido. Luego que el pueblo hebreo sale de Egipto, Dios le da sus mandamientos y leyes para que el pueblo conociera cómo debía adorar y servir a Dios. El Señor estableció a las personas que podían ministrar en su tabernáculo, y posteriormente templo; Él declaró cómo debían realizar los sacrificios y sus mandamientos estaban en el Arca del Pacto, simbolizando su presencia, prometiendo estar donde se le rinde culto como Él ha mandado. Muchas personas pagaron con su propia vida la buena intensión de adorar a Dios de una forma diferente a como estaba ordenado, lo cual significa que Dios no acepta de ninguna manera tal adoración, la aborrece.
Y toda esa parafernalia, siendo sombra de lo que había de venir, tomó imagen y cuerpo en Jesucristo volviéndose así la adoración menos simbólica y más espiritual. Jesucristo, Dios mismo, nos reveló cómo debíamos vivir para Él y cómo hemos de adorarle dejándonos sus mandatos y enseñanzas que eran la esencia de la antigua ley, ahora bajo esa misma ley y de forma espiritual, empero bajo el mismo principio. Es pues, la revelación de Dios, Jesucristo, quien regula nuestro culto al Señor; es su Palabra, que da testimonio de Él, quien ordena y comunica los elementos de nuestro culto a Dios y nos advierte de lo que no podemos hacer y de lo que únicamente debemos hacer para honrar a Dios. (Hebreos 1: 1-4)